Sauna y tanques en Ekaterimburgo

Celeste en una casa de campo en Ekaterimburgo

La gente se apiñaba con expectación contra las cuerdas que dividían a los espectadores del camino por donde pasaría el desfile. El pálido sol de la fría primavera rusa brillaba con fuerza en un cielo sin nubes, y el ánimo contagioso de la multitud imprimía a las calles de Ekaterimburgo un ambiente de tranquila normalidad que, con toda seguridad, contrastaba con la demostración militar de la que pronto seríamos testigos.

La hermosa experiencia de familiaridad en una casa de campo rusa que habíamos disfrutado el día anterior, y la paz que ésta nos trajo, quedo rápidamente eclipsada por la imponencia de lo que ahora veíamos. Era claro entonces que nuestros días en Ekaterimburgo quedarían grabados en nuestra memoria.

La última ciudad de Asia

Ekaterimburgo, además de ser hoy la cuarta ciudad más grande de toda Rusia, ocupa un lugar sumamente interesante en la historia del país. Fundada en 1723, la misma debe su nombre a Catalina I, segunda esposa del Zar Pedro el Grande.

Su sangriento capitulo en la larga historia se escribió el 17 de julio de 1918, cuando en la casa de un próspero comerciante de Ekaterimburgo fue asesinado el último Zar ruso Nicolás II junto a toda su familia a manos de los bolcheviques.

Iglesia en la Sangre en Ekaterimburgo

El gobierno comunista, a partir de 1920, puso manos a la obra para convertir la ciudad en el centro industrial que hoy aún es.

Al igual que otras ciudades cuyos nombres contenían el sufijo burgo, y por lo tanto sonaban extranjeras, durante la era soviética fue renombrada como Sverdlovsk (otro ejemplo de esto es nada menos que San Petersburgo, cuyo nombre durante éste periodo fue Leningrado).

Hoy, Ekaterimburgo está ubicada justo al este de los Montes Urales, frontera natural que divide Asia de Europa, es un ejemplo más de tantos de la dura historia rusa. Sus edificios soviéticos, su típico aire industrial, su clima frío y sus opulentas iglesias ortodoxas, hacen a Ekaterimburgo una hermosa parada en el largo recorrido del Tren Transiberiano.

Para nosotros fue el final de un capítulo enorme. Llevábamos años viajando, viviendo y trabajando en el este del planeta. Tanto en Oceanía como en Asia.

Cuantos miles de kilómetros recorridos llegaban de repente a su fin, en esa frontera imaginaria y carente de significado que los políticos han trazado para dividir los continentes.

El cambio era ya notable, ya lo sentíamos, ya no estábamos en Asia. Pero para unos amantes de los mapas como nosotros era todo un acontecimiento. Así termino nuestro paso por el continente más maravilloso de cuantos hemos pisado.



¿Argentino? ¡Hacete cargo de la parrilla!

Llegamos a la estación de colectivos de Ekaterimburgo una fría mañana de primavera en la que las nubes ocultaban el sol y daban a la ciudad un triste tono apagado.

Veníamos de una breve visita a la capital de Kazajistán, razón por la que técnicamente nos salteamos el pequeño tramo de Transiberiano desde Omsk.

Nos tomamos un colectivo y después de caminar un poco llegamos al bloque de edificios donde vivía Yuri, nuestro anfitrión de Couchsurfing, junto a su novia.

Una visible herencia de la era soviética son estos edificios. En la mentalidad práctica y lógica del pensamiento comunista no entraban los espacios desperdiciados, ni los adornos ni los gastos inútiles, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial.

Por lo que en general, la mayoría de los rusos que viven en las ciudades habitan pequeños (aunque confortables) departamentos en grandes complejos de bloques de edificios iguales. Lo que hace que encontrar uno en particular sea la mayoría de las veces una tarea difícil.

Luego de unas duchas y un desayuno a base de té y galletas, nos relajamos en la cocina de Yuri charlando sobre nuestros viajes.

Nos contó que él tenía que ir a su casa de verano en un pueblo cercano a arreglar unas cosas, y que estábamos invitados a acompañarlo junto con su novia y una pareja amiga. Invitación a la que aceptamos contentos.

Un claro ejemplo de por qué nunca planeamos lo que vamos a hacer antes de ir a una ciudad, especialmente si vamos a parar en la casa de alguien. Nunca se sabe las oportunidades de vivir experiencias nuevas que te pueda presentar el camino.

A pesar de que estábamos cansados por el viaje en colectivo, salimos con Yuri y su novia camino a su casa de verano. Pronto estábamos en la ruta, y siendo nuestra primera vez en las carreteras rusas (siempre habíamos viajado en el Tren Transiberiano), pudimos ver más de cerca esos diminutos pueblos de tradicionales casas de madera que se amontonan en torno a las rutas a lo largo de la interminable llanura siberiana.

Algo tienen estos pueblos que no dejan de surgir en el paisaje de la ventanilla, tanto del auto como de cada tren que hemos tomado. Un aura de atemporalidad los envuelve, como si el tiempo no afectara sus profundas raíces.

Para entender Rusia, es necesario entender que pocos pueblos en el mundo tienen raíces tan duras como éste.

Luego de una hora más o menos llegamos a uno de estos poblados, poco más que una decena de casas con sus grandes patios. La casa de Yuri no se distinguía en nada de las otras.

El edificio principal de recia madera y las ventanas alineadas en perfecta simetría, diferenciadas únicamente por el deterioro irregular obra del paso del tiempo. Un segundo edificio más pequeño que hacía las veces de depósito para las herramientas, y un tercero constituía el tradicional Banya, el sauna ruso.

En el extenso patio trasero se encontraban distintos vegetales plantados en el orden devenido de la experiencia. Esto, y la madera cortada y acumulada para alimentar las estufas, daban una hermosa y sanamente envidiable aura de auto subsistencia al lugar.

Los amigos de Yuri ya estaban allí. Habían encendido el fuego en una pequeña parrilla metálica al aire libre y jugaban con su hija pequeña mientras esperaban que llegáramos con la comida.

Enseguida nos pusimos manos a la obra. Si existe un tema universal del que todos los seres humanos disfrutamos de hablar, es sin duda la comida.

No recuerdo una sola conversación con un extranjero en la que no hayamos tocado el tema. Yo soy siempre rápido para contar con orgullo sobre los asados de los domingos en familia, las tortas fritas de Entre Ríos en un día de lluvia y las empanadas con amigos.

Al parecer Yuri me tomó la palabra sobre los asados, y cuando todo estaba listo, me miro sonriente. – ¿Argentino? ¡Hacete cargo de la parrilla! – Por supuesto, conteste también sonriendo.

Como resultado, mi ropa apestó a humo el resto del día, pero disfrute un buen rato de cocinar en una pequeña parrilla, saboreando con nostalgia esos olores que tanto me recuerdan a mi país.

Una vez que todos nos saciamos de pollo y cerdo a la parrilla, ensalada Olivie (la famosa ensalada rusa) y salchichas, mientras el sol se ponía por el oeste, llego la hora del Banya.

El sauna es una parte fundamental del estilo de vida tradicional de los rusos del campo y de los pueblos. Por fuera no es más que otro edificio de madera, si bien pequeño en comparación con la casa, con su propia chimenea y su pórtico.

Por dentro se divide en dos habitaciones. La primera es una especie de antesala amueblada con sillones, una mesa ratona y ganchos para la ropa. La segunda, es donde se encuentra el sauna propiamente dicho.

Adentro, hay un banco para sentarse a una altura normal, y lo que nosotros consideramos una especie de repisa, hace las veces en realidad de banco a una altura superior. Tan alto era ese banco que allí sentado tenía que encorvarme para que mi cabeza no tocara el techo.

Varias piedras de considerable tamaño reposaban sobre la estufa y llevaban un buen tiempo calentándose. Una vez que nos acomodamos, Yuri y yo en ropa interior y Celeste envuelta en una toalla, nuestro anfitrión empezó a tirar agua a las piedras.

Como resultado la pequeña habitación rápidamente se llenó de un vapor tan caliente en contraste con nuestros fríos cuerpos, que a duras penas pude soportarlo sentado en el alto banco. Pero aguantamos, y en pocos minutos mi cuerpo estaba completamente empapado de transpiración, y rojo por el calor.

Alrededor de 15 minutos más tarde, el termómetro marcaba unos 70 grados cuando decidimos bajar al banco inferior, momento en el cual entendí la función de los dos niveles, ya que por lógica en el más bajo hacia menos calor.

La segunda parte de “ritual” consistió en refrescarnos con agua fría que se encontraba en unos baldes en el suelo del sauna mismo. Me resultaba fascinante que el agua pudiera estar tan fría en lo que a mí me parecía un horno.

Luego de disfrutar de la refrescante sensación, dimos por terminada nuestra pequeña sesión de Banya. Pero antes de vestirnos, teníamos que pasar por una última tradición rusa.

Si bien habíamos escuchado que en el Lago Baikal, en el corazón de Siberia, la gente acostumbra salir del Banya y tirarse a nadar al agua casi congelada, afortunadamente para nosotros no había ningún lago ni río cerca, por lo que nos conformamos con salir en ropa interior a la helada noche.

Ya había anochecido hacía tiempo cuando al fin emprendimos el retorno al departamento de Yuri. Exhaustos, pero con la piel suave, los estómagos llenos y una profunda sensación de paz, recostamos las cabezas en los asientos y nos dejamos ganar por el sueño mientras el auto avanzaba traqueteante por la ruta en la calma de la noche.

El Día de la Victoria en Ekaterimburgo

Parados en puntas de pies, con los cuellos incómodamente estirados, esperábamos el comienzo de las celebraciones del Día de la Victoria.

De repente, el suelo bajo nuestros pies tembló con fuerza y las vibraciones que viajaban por el aire se dejaron sentir en la piel. Una andanada de tanques pasó delante de nosotros, seguida de camiones rebosantes de armamento letal, como una especie de procesión macabra.

Los medios del mundo se hicieron eco de los grandes desfiles militares que se organizaron en las principales ciudades rusas, afirmando que fueron más una demostración de fuerza que una mera celebración.

Si su intención era impresionar, al menos con nosotros funciono perfecto. Los helicópteros de combate abrieron el camino y detrás vinieron zumbando los jets militares en formación.

Solados saludaban alegremente desde los tanques y los camiones a la multitud enardecida, orgullosa del poderío militar de su país.

La estela de humo que dejaban los vehículos a su paso, que por su velocidad ponían en duda si realmente se trataba de un desfile o de una demostración, tuvo tiempo de sobra para disiparse antes de la llegada de la increíblemente larga procesión de los familiares de los soldados caídos en la guerra.

Éstos avanzaban a paso lento, sosteniendo en alto fotografías. Las reacciones de los espectadores variaban. Mientras algunos gritaban de emoción y orgullo y saludaban con admiración a los familiares que desfilaban, otros como Yuri dejaban correr unas pocas y tímidas lágrimas en silencio.

Nosotros, tan ajenos a un mundo en donde la guerra y el conflicto casi ininterrumpido a lo largo de siglos de historia es una cuestión casi natural, nos impresionamos ante la cantidad de soldados que perdieron la vida peleando en la más inhumana y sangrienta de las guerras.

Esa noche, después de una muy necesitada siesta en el departamento de Yuri, fuimos a la plaza a ver el recital típico con motivo de la celebración.

A pesar de que la temperatura había bajado considerablemente con la caída de la noche, una cantidad sorprendente de gente asistió al mismo. Pero no se parecía en nada a lo que nosotros, como argentinos, conocemos como recital.

La diferencia estribaba en la actitud de la gente. Lejos del entusiasmo que habían demostrado en presencia de los tanques, camiones y soldados esa misma tarde, se mostraban ahora sumamente calmados (a pesar de que el vodka ya había empezado a correr).

Las bandas se fueron sucediendo en lo que para nosotros resulto un trance francamente aburrido, hasta que a las 10 por fin dio comienzo el espectáculo de fuegos artificiales.

Fue sin previo aviso. La última banda estaba terminando de saludar al público cuando se escuchó una tremenda explosión y templo el suelo. El susto que me di, teniendo en cuenta la situación actual en la que se encuentra Europa, no tiene nombre.

Pero duro poco, ya que enseguida el despejado cielo nocturno se ilumino con una lluvia de colores.

Fue un final digno de un día algo extraño, pero sin duda difícil de olvidar.

Un día para conocer

Ya teníamos los pasajes comprados para seguir camino hasta Kazan a bordo del Tren Transiberiano, lo que significaba que nos quedaba sólo un día para recorrer Ekaterimburgo. Por suerte, el día anterior ya habíamos caminado bastante.

¿Recuerdan que les contábamos que Ekaterimburgo era famoso porque allí fue donde mataron al último Zar de Rusia junto a toda su familia? Bueno, si bien la casa donde sucedió fue destruida en 1977, en el año 2000 fue aprobado el proyecto para la construcción de una iglesia en el lugar.

En el año 2003 se inauguraba la Iglesia en la Sangre, en honor al Zar Nicolás II y su familia. Allí fuimos a conocerla.

Desde allí empezamos a seguir una línea roja que se encontraba pintada en el suelo llamada Red Trail que avanza por Ekaterimburgo pasando por los principales atractivos turísticos.

Plazas, monumentos e iglesias se repetían constantemente en nuestra caminata.

El resto del día lo pasamos como nos gusta. Explorando, caminando, sentándonos a descansar y a leer, a pesar del clima que parecía no querer mejorar.

Ekaterimburgo resulto ser, tal como habíamos percibido desde el principio, una singular mezcla de arquitectura soviética y antigua, con iglesias y catedrales que evocan el fanatismo religioso característico de Rusia, con palacetes del Siglo XIX que recuerdan el pasado aristocrático del país y con los gigantescos bloques de edificios de claro carácter soviético.

Nuestro breve paso por Ekaterimburgo nos dejó con la profunda sensación de que nos íbamos conociendo mucho más sobre Rusia que cuando llegamos. Fueron ésta vez las experiencias que vivimos en la ciudad, más que la ciudad en sí misma, lo que logro tocar una profunda fibra en nuestro ser.


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