Es una pregunta que la mayoría nos hacemos al menos una vez durante las Working Holiday Visa, o en cada nuevo destino en el que echamos raíces profundas al emigrar, o simplemente en esos días viajando lejos de casa en que la mala racha nos agarra cansados. Es un planteamiento que surge cuando se nos colma paciencia, cuando todo nos sale mal, cuando extrañamos, cuando nos abruma el silencio. Es una pregunta que, casi siempre, queda sin respuesta. Casi.
¿Qué hago acá?
En mi condición de perpetuo emigrante mezcla con nómada viajero y escritor, me he planteado ésta pregunta muchas veces. Casi siempre me sorprende de la nada, en medio del silencio solitario de un colectivo o un tren, o en el agotamiento de una jornada de laburo interminable.
La primera vez fue allá por el 2012, cuando trabajaba de sol a sol en la línea de una empaquetadora de manzanas de Hawkes Bay, en Nueva Zelanda. Después de despilfarrar mis magros ahorros al llegar al país había tocado fondo y, para salir, llevaba varios meses trabajando como, bueno, como alguien para quien pedir ayuda no era una opción. Era un trabajo duro y alienante. Con semanas de entre 60 y 70 horas laborales en las que pasaba la mayor parte del día encorvado sobre la línea de manzanas que nunca frenaba ni desaceleraba. No veía el fin. Me atosigaba una añoranza de estar en Paraná, rodeado de mis amigos que, bien sabia, estaban disfrutando de un plácido verano.
El segundo cuestionamiento, ya en Australia y con Celeste, se me presentó alguna de esas tardes trabajando en el desierto del outback (en el norte, en particular) en que mi jefe, a falta de algo mejor que hacer, me mandaba con la sopladora a soplar la arena de los caminos pavimentados que unían la estación con las habitaciones, en el fondo. ¿Se imaginan un mayor despropósito que soplar arena en un desierto? Yo no, ni entonces ni ahora. El sol y los 45 grados constantes, las nubes de moscas y el aburrimiento (y esa sensación de estancamiento), me hartaban. Me pregunté muy fuerte, mirando a mí alrededor, qué hago acá. Tenia como patio el mundo entero y podía ir a donde quisiera. Entonces ¿por qué persistir? ¿Por qué quedarme? La duda era como un microbio, que una vez en mi mente se reprodujo y creció.
Me lo pregunte varias veces más, antes y después: en Varanasi, al final de nuestros viajes por India, cuando me intoxique por tomar agua en mal estado y me canse de resbalarme con bosta cada vez que salía a la calle; en Copenhague cuando me encontraba, día tras día, esperando el colectivo para ir a descargar cajas a un deposito a las 4 AM, con diez grados bajo cero; en Berlín cuando tuve que amenazar a mi exjefe y grabar secretamente nuestras conversaciones para conseguir que me pagara mi sueldo; en Australia, cuando me tocaban los turnos de limpieza en el desierto (ésta vez en el sur) y tenía que limpiar los 17 inodoros de la estación; y un extenso y desagradable etcétera.
La duda siempre nos asalta en esos momentos en que tenemos la guardia baja. La pregunta llega como de la nada, como si apareciera en el vacío conjurada por una fuerza externa. Su eco lo sentimos en las paredes de nuestra mente, exigiendo una respuesta que muchas veces no podemos dar. Entonces, ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué hacemos acá/ahí/ahora?
No sabe/no contesta
Me acuerdo que en los exámenes multiple choise que nos daban en la escuela, algunos profesores incluían la opción, siempre al final de cada pregunta, de “no sabe/no contesta”. Era una manera decorosa de admitir que no teníamos idea de la respuesta, que cualquier intento por contestarla seria poco más que una adivinanza.
En éste caso, no siempre es así. Aunque a veces sí. Me explico. Cuando estaba en el norte de Australia tenía bien claro por qué estaba ahí: los ahorros que juntamos en esos largos meses en el desierto fueron el motor que impulso nuestros viajes desde el comienzo. Mi planteo no partía de la racionalidad, sino más bien desde la emoción (o las emociones). En cambio en Nueva Zelanda, cuando aún no había probado el fruto de mis esfuerzos, realmente no tenía una respuesta. Tampoco me conocía lo suficiente para entenderlo, supongo. Y entonces el planteo era mucho más difícil de afrontar y mi respuesta, más que en palabras, la termine expresando en movimiento, y me fui.
La pregunta nos la hacemos todos. ¿Por qué? Al elegir una vida de viajes cambiamos una vida de relativa comodidad por una de incomodidad, una de estabilidad – económica, quizás; pero emocional, seguro – por una de caos e impermanencia. Estamos siempre desestabilizados, siempre al borde de caernos, siempre carentes de algo o de alguien. Pero generalmente todo esto queda mitigado ante lo hermoso de la vida que elegimos: el movimiento constante, el alimento de la curiosidad, la constancia de lo nuevo y lo asombroso, la simpleza del minimalismo, y un hermoso y extenso etcétera.
El problema es que todo lo bueno de los viajes a veces falta, y es entonces cuando lo malo resalta y opaca, como la sombra de una cortina que alguien se olvidó de abrir. Y en esa sombra, en ese momento en que lo hermoso de viajar deja de ser tan evidente y tan tangible, nos preguntamos indefectiblemente: ¿Qué mierd# hago acá?
Es una pregunta que ha concluido incontables viajes. Para responderla, hoy he aprendido a respirar profundo y acordarme. Visualizar esos momentos en los que siento todo lo contrario, en los que la hermosura de viajar me encandila y me llena. En mi caso, es el abrazo con Celeste en la cima del Circuito de Annapurna en Nepal, es el momento en que nos dimos cuenta que habíamos superado la sección prohibida de la Gran Muralla China, es una mañana en la soledad de una playa en Indonesia, y una mesa familiar en los festejos de un año nuevo chino en Malasia. Insisto, si aún no te lo preguntaste, creeme que lo vas a hacer. Y entonces, ¿cómo te vas a responder?
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¡Qué tengan buenas rutas!
Una respuesta en “¿Qué Mierd# Hago Acá?”
[…] Si hay buen clima tenes suerte: dedicas cada rato libre a relajar en las plazas de la ciudad con los muchachos, circulando el mate a la tarde, y la birra a la tardecita. A la noche pinta el vino y si hay parrilla, contate especialmente afortunado. Si la latitud de tu nuevo hogar encierra duros inviernos y pálidos veranos, la cosa no va a ser tan linda: los meses oscuros del invierno te vas a sentir más solo que nunca. Vas a extrañar el sol que en Argentina alivia hasta el peor día del invierno. ¡Y pensar que me quejaba del frío! Vas a pensar, y también, más seguido de lo que te imaginas: ¿¡Qué mierda hago acá!? […]