Emigrar es un proceso que desgarra y a la vez llena. Al comienzo siempre tiemblan los pies, que resbalan sobre un piso que se mueve. La soledad se amiga con la confusión y nace la añoranza, ese amargo sentimiento que tan bien representa a la cuerda que ata a cada uno a su hogar. Pero el tiempo la desgasta y la estabilidad llega, eventualmente, para socorrer al emigrado. Después de un tiempo, más largo o más corto, ya no duele tanto extrañar, ya no duran tanto los silencios, ya no está más a la deriva. Trabajo, amigos, amores y rutinas: el emigrado ni siquiera lo sospecha, pero quizá ya va siendo hora de volver a irse.
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Rutinas
Imaginate, si podes, que llevas un tiempo viviendo afuera. Imaginate la ciudad que quieras, alguna helada capital escandinava, o algún pueblito playero de Australia, o quizá un puerto del otro lado del Aconcagua o una aldea del sur de Asia. Da igual. Lo que importa es que ya estas acomodado. Atrás quedo esa habitación de hostal de ocho camas en la que te quedaste las primeras semanas. Ahora vivís en un cómodo departamento con una pareja de argentinos.
Ya formas parte de ese mundo al que llegaste tan perdido. Ya no extrañas 5 veces por semana la milanesa con puré, ni te acordas demasiado de las empanadas o el locro, excepto en los 25 de mayo o en los 9 de julio. Tu mochila, guardada debajo de la cama, acumula polvo hace meses y meses. Ya te compraste esa tostadora que te faltaba, ya te compraste ropa que sabes que no te entra en la mochila, ya formaste amistades que sabes bien que tienen fecha de vencimiento (aunque prefieras ignorarlo).
Todo lo que al comienzo te parecía extraño ya te parece habitual. Entendes los carteles en la calle, los vericuetos de la burocracia, y – más importante – entendes también a la gente. Ni te acordas la última vez que tomaste un mate, lujo de los recién llegados.
Arrancas el día en piloto automático, con un café y unos huevos fritos que en otro tiempo te hubiesen revuelto el estómago. Tu heladera ya es un cementerio de Tupers y recuerdos de juntadas recientes; un muestrario de birras y de alguna botella de vino a medio tomar. En silencio revisteas alguna web para ver que está pasando del otro lado del charco o escuchas alguna radio en la que la simple tonada que sale del parlante ya te carga de nostalgia.
Las noticias de Argentina te parecen cada vez peor. ¿Por qué no se van todos? Te preguntas, pensando en una o dos personas en particular. Acá estamos bien, vos no te preocupes, te dice siempre tu vieja. Aunque vos sabes (y ella sabe que vos sabes) que aunque nada esté bien te va a decir lo mismo. Vos y ella son cómplices silenciosos en ese juego de evitarle las penas al otro, y qué esperar, si cuando vos la pasas mal tampoco le mandas el parte.
Te terminas el café en silencio y te vas para el laburo, que llegas tarde. El camino ya lo trazan tus pies por cuenta propia, dejando tu cabeza libre para pensar en otras cosas. Tus ahorros dejaron de menguar para, al fin, remontar a fronteras con las que en Argentina ni te gastabas en soñar. Destinos que antes parecían de fantasía ahora están al alcance de tu mano, y empezas a soñar con un disfraz nuevo que te provoca una comezón de incógnita curiosidad, el disfraz de viajero.
Llegas al laburo y te sacudís esas ideas, las pospones para después. Ya pasaron de largo esos días incomodos de antes. Ahora te conocen bien tanto tus compañeros como tus clientes. Ya no tenes que andar adivinando lo que te piden, sino que el idioma calza en tu boca con la misma comodidad que el español. Tampoco quemas el café, ni se te caen más los platos, ni tenes que preguntar tres veces al día donde guardan los sobrecitos de azúcar para reponer. Ya sos vos quien ha entrenado a unos cuantos pibes nuevos, algunos de los cuales ya siguieron rumbo para otro lado.
Monotonía
Los días se van repitiendo en una monotonía anestesiante, aunque el silencio que te envolvía al llegar ya no te llena de añoranza. Hablas con tu familia cada vez menos, o mejor dicho, cada vez menos seguido. Una semana si, otra no. Aún los extrañas (nunca los vas a dejar de extrañar), pero ese sentimiento ya no te pesa, ya no te encorva. Está ahí, en el fondo de tu mente, donde no lo podes ver.
Su contención la cambiaste, de a poco, por la de tus amigos argentinos, o chilenos, o uruguayos. Algunos de ellos siguen ahí, a la vuelta de la esquina. Otros ya siguieron viaje. Cada tanto te llegan sus mensajes, que parecen anuncios pagados por sus nuevos puntos de destino: ¡No sabes lo bien que se está acá! Insisten cada tres renglones. De a poco una duda se empieza a construir en tu cabeza, pero la pateas para después.
Salís de laburar y, como casi todos los días, te vas al parque a juntarte con tu amigo más cercano, ese que siempre está ahí para matear (si consiguieron yerba) o destapar una birra, el que todavía no se fue – menos mal, pensas, sin saber muy bien por qué –. La soledad nunca está muy lejos del emigrado; a lo máximo, puede ir parcheándola como mejor sepa.
En Argentina te haces amigos en cualquier lado, en cualquier momento, le contas a tus compañeros de laburo tratando de disimular la añoranza. ¿Te acordas lo que era no poder contar los amigos con los dedos de una mano? ¿Y comer con la familia los domingos? No, mejor ni te acuerdes.
Desilusión
La confusión del transporte público es otra que ya lograste dominar. Se la explicas a los recién llegados sin entender como puede ser que no la entiendan, si al final era tan simple. Pasas varias horas al día subido al subte o al colectivo. Cada tanto aprovechas esos tiempos muertos para llamar a tu vieja, y entonces te das cuenta de cómo te miran mal algunos ojos recelosos de los extranjeros.
Esos ojos siempre van a estar, y siempre te van a encontrar, en la soledad de una plaza o en la muchedumbre de un recital. Da igual. Mientras vivas afuera de las fronteras que te rodeaban al nacer, vas a ser un extranjero, y como tal va a flotar siempre un pequeño (y a veces gigante) estigma sobre tu cabeza. Al principio no lo notabas, distraído como estabas por todo lo diferente. Pero mientras más inmune sos a los encantos de lo nuevo y lo novedoso, más te das cuenta de esas miradas. Me chupa un huevo, pensas, aunque no estés tan seguro de que sea así.
Y un día cualquiera vas caminando por la avenida y te acordas de prestarle atención a los monumentos y a los edificios históricos, esos que te descolocaban la mandíbula en las primeras semanas. Te sorprende, acaso, lo poco que te sorprenden. Ya son parte del entorno, como los semáforos o las vidrieras. Te resultan mundanos. Y es normal. A ningún parisino le impresiona la Torre Eiffel, ni a ningún porteño el Obelisco.
Decisiones
Para colmo, un comentario inocente en una charla con tu amigo te recuerda que se te está acabando la visa que habías sacado. El tiempo pasó como un torbellino. Los meses fueron cayendo como las hojas del otoño. Viste pasar las estaciones dejando su marca en ese árbol que destaca en el patio de tu vecina: pasó del verde al dorado, del dorado al desnudo, y del desnudo fue volviendo al verde. Y cuando te das cuenta, va siendo hora de tomar decisiones.
Y no va a ser fácil. No hay manuales que valgan porque cuando estas a la deriva sos el capitán de tu barco, y el único tripulante además. Vos decidís y vos lidias con las consecuencias. Podes verlo como una dificultad, pero es en realidad una ventaja. Permitime que te lo repita: Vos decidís y vos lidias con las consecuencias. En otras palabras, sos libre. Te quedas o te volves. Te quedas o te volves. La dicotomía te persigue y te asalta cada vez que te lo preguntan tus amigos y tus compañeros y hasta tu vieja, cada vez que hablan. Te quedas o te volves.
Esa noche te juntas a comer con tu amigo. Tenes necesidad de hacer catarsis y la vaga idea de esbozar planes, pero en lugar se sentarse a discutir posibilidades, se pasan la noche recordando las bondades de la Argentina que tanto añoran.
Entre birra y birra se acuerdan de los Redonditos de Ricota sonando en el bar, las charlas con el quiosquero, el carnicero que te guardaba los mejores cortes, tu vieja que siempre se alegraba de recibirte, tu abuelo y sus anécdotas del año del culo. El fernet, la birra con palitos salados, la milanesa de carne con puré, el pan de los restaurantes, los alfajores. La hermandad de la gente. Que lejos parece todo, y sin embargo, de los amigos que dejaste en Argentina no te llegan más que mensajes de alerta: Acá no vuelvas che, que está todo para atrás.
Ida
Te quedas o te volves. Te quedas o te volves. Si decidís quedarte, sabes que vas a tener que volver a enfrentar una burocracia atroz. Un sistema diseñado para que sea difícil quedarse. Intuís que ese sistema no te quiere ahí, que no le haces falta a esa sociedad. Vas a tener que remar como nunca y, lo que no es menor, quemar toda – o buena parte de – esa reserva de ahorros que tanta tranquilidad te da. Pero si no elegís quedarte ¿Qué pasa si después queres volver? Sabes que va a ser más difícil. Y el momento de decidir se aproxima. Ya te quedan días. Te quedas o te volves. O te vas.
Entre la espada y la pared existe, sin duda, un amplio corredor. Y en todo corredor hay, por definición, puertas. Elegís ese lujo del primer mundo que se llama posponer. Y tomada la decisión, te compras un pasaje a un país bien raro, uno cuyo nombre no podes pronunciar muy bien. Recién entonces te das cuenta de las ganas que tenías de moverte. Recién ahí te acordas que el mundo es un círculo, y que todo lo que va puede volver al mismo lugar; aunque cabe la advertencia: el que se va nunca es el mismo que el que vuelve. Viajar como pensas hacerlo, por un tiempo harto distendido, te va a cambiar de formas que no podes ni siquiera imaginar. Pero ya no hay vuelta atrás.
Otra vez un aeropuerto, otra vez unos abrazos que se van a quedar pegados a tu piel durante varios días. El avión te vuelve a llevar a lo desconocido. Te subís con un nudo en el estómago, inseguro de haber hecho lo correcto. Es normal: las dudas forman parte de todo esto. Pero el avión despega y ya no hay vuelta atrás. Ahora toca viajar.
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¡Qué tengan buenas rutas!
Una respuesta en “Crónicas de un Emigrado: Capítulo 2”
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