El artesano de sonrisas de Jerson

Con un vendedor de shawarma en Jerson

Vimos el puestito de shawarma de casualidad. El mapa llevaba varios minutos empujándonos  más y más lejos de la terminal de colectivos de Jerson en busca de un lugar para comer. La calle era una penumbra de faroles rotos y autos que pasaban volando enredados en ráfagas de luz y viento. El restaurante iluminaba una porción de vereda no más grande que si mismo pero en esa oscuridad parecía un faro que guiaba a los perdidos hacía los shawarmas.

Ser vegetariano en ucraniano

Nuestro último día en Jerson fue un día fallido: falló el BlaBlaCar que tenía que llevarnos porque se le rompió el auto a último minuto, falló el tren que no llegamos a tomar, fallamos nosotros que por vuelteros pasamos ocho horas en la estación de colectivos. Teníamos hambre y el humor nos silenciaba y el frío nos irritaba y la oscuridad nos molestaba.

—Shawarma no carne, ¿sí? —le pregunte al vendedor en un ruso rustico, limitado. El hombre era petiso, de tez oscura y ojos rasgados. Una montaña de pollo giraba en su estaca cocinándose a paso lento y llenando el localcito con su olor. Nos separaba un mostrador de vidrio en el que se exponían los vegetales troceados: tomates, cebollas y pepinos. Atrás nuestro había dos mesas solas, vacías.

—¿No carne? ¿No pollo? —contestó juntando las cejas y me tiró con una ensalada de palabras en ruso que no entendí —. ¿Hablas ruso?

—Un poco. Somos Argentina. Shawarma no carne, ¿sí?

—¡Argentina! ¡Jarashó! —dijo, sonriendo todo lo ancho de su cara, y se puso a trabajar. Yo suspire aliviado: a veces no es fácil ser vegetariano en otros idiomas —. Yo Uzbekistán —agregó.

—Nosotros ir Astana, Kazajistán —le dije y como un mimo le hice entender que sabía que su país quedaba al lado—. ¿Ucrania bien?



—No, Ucrania mal —dijo, y nos reímos los tres. Los shawarma se estaban tostando casi listos. Los preparó con el amor de una abuela trozando vegetales frescos en lugar de usar los que teníamos a la vista. Celeste me dio cien grivnas para que pague y se fue al baño —. Yo acá dos años. Familia en Uzbekistán. Yo voy Uzbekistán un día… Ustedes dos, ¿hermanos?

—¿Hermanos? —solté otra carcajada. De Celeste me separa la altura, el color de ojos, de pelo y de piel. Percibí un tono pícaro en su pregunta y le señale el anillo que llevaba en mi mano derecha —. ¡Pareja!

El hombre me entregó los shawarmas. “¿Foto?”, me preguntó. Celeste volvió, él se sacó el delantal, se cambió la gorra por un gorrito de tela blanco y salió de detrás del mostrador. Nos sacamos una foto los tres, le dimos la mano y volvimos a la calle.

—¿Te dio el vuelto bien? —me preguntó Celeste.

—¿Qué vuelto? ¿Cuánto le pagaste? —le pregunté, aunque enseguida me resigne a no volver a pedirle el vuelto. Lo que sea que Celeste le haya pagado de más, se lo podía quedar el hombre como propina.

—Ariel, te di la plata. Le tenías que pagar vos. No me digas que no le pagaste.

—¡Huy!  —exclamé, y volví a entrar.

El hombre explotó en una carcajada gutural cuando vio el billete de cien grivnas. Tenía su celular en la mano y yo me imaginé a su familia, allá lejos en Uzbekistán, compartiendo nuestras risas. Otra foto, otro apretón de manos callosas, otra tanda de sonrisas. Hay interacciones que no tienen por qué ser memorables, pero de alguna forma lo son. El día, hasta que vimos el puestito de shawarma iluminando una porción de noche, había sido una mierda. Un extraño de Uzbekistan vendiendo comida turca en Ucrania fue el artesano que moldeo nuestras sonrisas, al menos esa noche. Los shawarmas estaban tremendos.



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