Ruslana es flaca, flaquísima. Nos encontramos con ella en la costanera de Dnipro. Mientras esperábamos di una vuelta y el olor a río me llevó en andas a recuerdos oxidados de mi primer hogar. Ruslana camina levantando ondas en su abrigo, que parece una salida de baño. De tan flaca se le marcan los pómulos sobre la cara y le quedan grandes los ojos celestes. Nos sonríe y nos abraza y nos vamos los tres a comer a un restaurante indio.
—A mis amigos no les gusta pero a mí me encanta —nos dice —. Lo que pasa es que yo no puedo comer casi nada.
El miedo a volver
Ruslana y su marido (ausente, de viaje en Kiev) acaban de volver de un viaje de cuatro años alrededor de Asia, Europa y Norteamérica. Después de desgranar caminos durante tanto tiempo sienten como la ciudad que había sido su hogar les había quedado chica. Dnipro es nuestra última parada antes de Kiev y yo la también la siento chica, pero eso nunca me molesta. Una ciudad chica es una ciudad que se deja caminar. Su nombre lo recibe por encontrarse a orillas del Dnipro, un río con facetas mitológicas que corta el país al medio. A mí me gustan las ciudades con río, me recuerdan a Paraná. La melancolía le juega una pulseada a la alegría en los ojos de Ruslana: son grandes, pantallas de sentimientos encontrados.
—Pero yo me volví antes por unas infecciones que me agarré con comida. Por eso no puedo comer casi nada —nos dice, y me gustaría indagar más pero recién la conocemos y presiento que es un tema peliagudo. La moza nos atiende en inglés. Es una adolescente ucraniana disfrazada de india y el resultado es casi ridículo: el sari no le disimula la piel lechosa ni el pelo rubio ni los ojos azules. En un televisor colgado en la esquina un indio de verdad canta música hipnótica de Hare Krishna y nosotros elegimos del menú, aunque todos los platos me parecen chicos y adivino que me voy a quedar con hambre.
Es placentero encontrar a una viajera y la conversación fluye de forma natural. No es que no pueda hablar bien con alguien que no viaje, pero la conexión es distinta: Ruslana jamás me preguntaría cuál país me gustó más, cuántos países visité, qué fue lo más loco que hice o de dónde sacó la plata. Hablamos en cambio sobre lugares comunes y después sobre volver.
—¡No entiendo nada! Desde la revolución de Maidan todo cambió. Cambiaron los nombres de las calles, de los parques. Ahora me dicen “nos encontramos en tal lado” y yo, que viví acá diez años, tengo que andar con el mapa. Pintan todo de azul y amarillo y se piensan que eso es nacionalismo. Ahora tenemos que cuidar lo que decimos. Yo no me puedo adaptar —nos dice, y nos cuenta que fue al psicólogo y que el tipo, después de una sola sesión, le recomendó echar raíces, comprar una casa y tener un hijo. No volvió para una segunda sesión. A mí también me da miedo volver. Pienso en mi familia, que está toda ideológicamente parada en la vereda de enfrente. Pienso en Martin, que es de Boca y amaría recorrer las calles ucranianas de hoy. Andando por Dnipro se me rebalsa la vista de azul y amarillo: veo banderas, cercas, rejas, colectivos y tranvías, escaleras, delantales, sillas, gradas, paradas de bus, murales, pasamanos, uniformes, logotipos, banderitas (por todos lados), tachos de basura, monumentos y puentes.
Grieta a la ucraniana
Vamos caminando a su casa, nadando entre las luces y los edificios a través del bulevar Dmytra Yavornytskoho. Los edificios me parecen gigantes y modernos y lo son, si los comparo con los de Jerson. En el camino hablamos de Rusia y de hacer dedo, de viajar a bordo del tren Transiberiano, del Lago Baikal y de la primavera en Siberia. Ruslana añora una Rusia en la que fue turista, sin meditar, tal vez, en lo que significaría vivir bajo una dictadura disfrazada de democracia.
—Quesos, carne, frutas, azúcar, leche, pastas, pan, tomates, huevos…—enumera Ruslana: es todo lo que no puede comer —. Volver es muy difícil —nos dice, y le creo —. Lo de Maidan era necesario, tenía que pasar, pero fue desorganizado, estuvo mal hecho —Maidan es un tema recurrente, para ella que recién llega también es novedad —. Mucha gente estaba ahí por razones genuinas pero también había muchos que estaban ahí pagados por la oposición. En la revolución naranja pasó lo mismo, pero el que pagaba era Estados Unidos. Pero todo cambio mucho desde Maidan. El tópico de si debíamos alinearnos con Rusia o con la Unión Europea ya no se discute, ya no forma parte del discurso político. Ahora solamente los viejos del este y el noreste son pro-rusos —nos dice, y pienso en la señora que nos alojó en Jerson, que con su hija hablaba sólo en ruso, y pienso en Alex, en Odesa, que tiene miedo de desayunarse un día la noticia de que su ciudad pasó a formar parte de otro país —. Ahora no podes decir nada bueno sobre Rusia sin que te miren mal, ni siquiera a tus amigos ni a tu familia —nos dice, y pienso un paralelismo con la forma que tenemos en Argentina de excluir de nuestros círculos a aquellos que opinan opiniones diferentes —. Yo estuve en los Maidan de Dnipro y Hachic, donde viven mis padres, y estuvimos a segundos de tener la misma violencia que en Kiev. ¡A milímetros! Fue un milagro —nos dice, y le creo.
Chernobil para los incredulos
Más tarde, en la casa, tomamos unos tés de camomila que fue cargando desde que estuvieron en la India. Hablamos sobre la India y a todos nos agarra una añoranza fuerte que yo siento en la piel. Tengo ganas de otredad y en Ucrania, irónicamente, soy uno más. Unas semanas antes había llegado cansado de ser el otro, ahora no podía esperar a salir para volver a serlo. Pienso que a veces me molesta llevarme puesto. Medio de sopetón, nos pregunta si vimos Chernóbil, la serie de HBO. La vimos.
—Acá no le gustó a nadie, especialmente a los grandes, aunque casi todo lo que muestra la serie es real, es cómo pasó —nos dice —. Pero para la gente grande que ahora tiene que hacer un gran esfuerzo para que la plata le alcance para vivir, escuchar criticas al socialismo, a los soviets, es muy difícil.Y hasta hace quince años nadie sabía nada de todo esto, acá seguían contando en la escuela la versión oficial del gobierno comunista. Lo que ahora venden a los turistas es todo falso, durante décadas se robaron todo. La gente se metía a toda la zona, se metía en los departamentos, y los vaciaban, los desbalijaban —nos dice, y me parece lógico, imagino que en Argentina pasaría lo mismo y también me preguntó si estoy pensando tanto en Argentina porque pronto voy a volver —. Además, como el setenta por ciento del área fue recuperada por la naturaleza, por los bosques. ¡Ahora hay lobos! Hacia un siglo que habían desaparecido en esa área… —nos dice, como queriendo echar un filamento de luz para alumbrar la oscuridad.
Ahora estamos convencidos de que no queremos visitar Chernobil. A mí me parece un culto exagerado al morbo, como visitar los campos de concentración de Polonia. El que los visita para atestiguar que lo que pasó, pasó, es porque tal vez alberga dudas de que pasó, y a mí no me hace falta ver el aire para saber que puedo respirar. Ruslana nos abraza antes de que sigamos viaje: extraña viajar y esto de viajar al revés, de recibir el viaje en su casa, le deja gusto a poco. Está atrapada en la encrucijada de la vuelta, la de no saber para dónde agarrar. Yo la entiendo, yo he sido ella y pronto lo voy a ser de nuevo. Viajar es así, es volver para querer irse, es viajar hasta que te den ganas de volver.




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