—Yo sé que un día Ariel va a escribir un libro —dijo mi tía mientras pasaba una ensalada rusa. Fue la primera vez que conecté la idea de escribir, ese hábito que me obsesionaba, y algo tan real, tan espeso, tan complejo, como un libro. Ni le contesté, estaba seguro de que eran delirios de tía exagerada, cómo cuando mi mamá me pregunta si me han pedido autógrafos caminando por Berlín.
Pero el tiempo le dio la razón. La escritura, para mí, fue durante años eso que me ayudaba a escaparme de lo que no me gustaba: del cansancio, del embole, de la monotonía, de los laburos que hacíamos para poder seguir ruteando el mundo sin responsabilidades. Era la constante en una vida que, descontando la compañía de Celeste, no conocía más que variables. De a poco fui entendiendo, pero me costó: fue a mitad del 2017 cuando me decidí.
Dos años antes le dije a Celeste que nunca más trabajaría limpiando inodoros; un año antes, que nunca más trabajaría descargando camiones; y entonces, en pleno verano europeo, viviendo en Copenhague, le dije que nunca más trabajaría en hospitalidad.
Pero costó: tardé un año y medio en desprenderme de la barra, porque la escritura es un arte hermoso que como todo arte, al principio, casi nunca alcanza para pagar las cuentas. Y nuestras cuentas, cuentas de viajeros, no son moco de pavo. Pero empecé a estudiar, hice cursos, leí: leí como un condenado, leí a conciencia. Dos, tres, cuatro libros a la vez. En el metro, en el baño del laburo, en cualquier lado. Pasaron casi dos años antes de que me sienta listo.
Escribir un libro es un viaje
Para entonces, ya sabía que algún día iba a escribir un libro. Estaba seguro. Y ya no era mi tía la única que lo creía: también mi abuela. Bueno, mi abuela, mis amigos, varios seguidores del blog y algún que otro extraño al que le contaba alguna anécdota. Siempre contestaba igual: cuando esté listo para escribir un libro, lo voy a saber.
Sabía que sería así porque percibía que escribir un libro era, en muchos sentidos, como viajar: uno sabe cuándo está listo, y cuando uno está listo, no hay forma de posponerlo. La partida se vuelve una necesidad, una obsesión. Yo sentí esa necesidad, sentí ese momento, a mitad del año pasado. Lo sentí una tarde que me senté a escribir en Berlín. Y una vez que arranqué, no paré.

¿Cómo carajo se hace para escribir un libro?
Pero, ¿cómo carajo se escribe un libro? ¿Por dónde se empieza? Una cosa es estudiar, es leer manuales, relatos autobiográficos de grandes autores, blogs, y otra es sentarse a escribir un libro. Hasta decirlo suena fuerte: sentarse a escribir un libro. Bueno, me di cuenta de que la clave estaba en la frase: lo primero era sentarme.
Bien, estoy sentado. ¿Ahora? Escribir. Bien, eso también lo puedo hacer. Pero, ¿sobre qué? Para entonces llevábamos 6 años viajando por el mundo, más de cincuenta países recorridos a paso lento, trabajado en 4 de ellos. ¿Y en qué tiempo? ¿Desde qué punto de vista? ¿En qué forma? ¿En qué registro? No, pará. Muchas preguntas. ¿Dónde me quedé? Eso, escribir.
Bien, escribir un libro es, en su esencia, sentarse a escribir. Lo primero que hice fue elegir el pedazo de nuestra historia que quería contar: nuestro viaje por el sur de Asia. Bueno, ya tengo tela para cortar, ahora sí, a escribir.
La historia se cuenta sola
Lo hermoso, lo mágico, lo inexplicable de escribir una historia es que la historia se escribe sola. Al menos ese es mi caso (y el de millones de escritores, seguro). Una cosa lleva a la otra. Empecé por el principio. Llegamos a Bali. Bien. De ahí en adelante, yo ya sé lo que pasa. Solamente tengo que contarlo. Así que lo conté.
Para diciembre había escrito unas treinta mil palabras. Era un desorden. Un archivo enquilombado lleno anotaciones, frases marcadas en amarillo, palabras sueltas. Ideas. Cualquier cosa. Decidí organizarme: en un papel dibujé una línea de tiempo de la historia. Con ese pantallazo temporal, diseñé el esquema inicial de los capítulos. Les puse títulos indicativos: Indonesia 1, Indonesia 2, Indonesia 3, y así. Ese orden me ayudó muchísimo a que la historia avance menos rápido, menos fuerte, con menos ruido. En la escritura, la velocidad no siempre equivale a calidad. Casi siempre, en mi caso, equivale al mamarracho.
Con el orden de la línea de tiempo y el orden de los capítulos definido, volví a la escritura. Pero me pasó algo: me di cuenta de que estaba escribiendo muy por arriba. Contando, pero no conectando. Estaba sacando casi todo de memoria, confiado en mi memoria de elefante para las historias. Pero alguien ya dijo que el diablo se esconde en los detalles. Y es verdad. Los detalles son unas cositas hijas de puta que cuesta horrores agarrar, pero que hacen la diferencia entre una historia que gusta y una historia que choca, que impacta, que transforma.
Estoy cagado, pensé: durante mis primeros viajes no llevé un diario. Estuve varios días con cara de orto, hasta que Celeste se cansó y me dio la idea.
—Ariel, sacaste miles y miles de fotos en esa época. ¿Eso no te sirve?
Claro que me sirve, y además me acordé de que ella sí que había llevado un diario de todo lo que hicimos. Y teníamos la lista de gastos de ese viaje, cada gasto de cada día. Eso, más mis anotaciones, más los artículos de mi blog que escribí siempre en caliente, en el momento, iban a servirme de esqueleto para la historia que quería contar.
Y escribí
Leí todo, lo estudié hasta saberlo de memoria. Analicé las más de cinco mil fotos de mi cámara, las tres mil y chirolas de mi celular, los mails que le mandaba a mi vieja, los mensajes que mandaba a mi hermano. Y había más: me di cuenta de que había testigos de nuestras historias. Hablé con ellos, me serví de sus recuerdos, de sus detalles. Pasé dos meses recopilando detalles. Y después, me volví a sentar a escribir.
Y escribí. Escribí y escribí. En octubre habíamos vuelto a Argentina por unos meses y yo en mi cuaderno anoté las fechas en las que quería terminar el libro. El 29 de diciembre del 2019, más o menos, terminé de escribir el primer borrador.
Una bola de barro
Era horrible. Bueno, ahora me parece horrible, pero lo que era en realidad era una bola de barro, una cosa sucia, llena de elementos que sobraban y de detalles que faltaban. Lo que faltaba era la otra mitad de escribir un libro: editar.
Deje dormir al libro un mes. Un mes no lo leí. Para descansar la vista, para tener distancia. Después lo releí entero y en tres meses aceleré el proceso, reescribí, leí, reescribí, lo leyó Celeste, reescribí, lo leyeron seis amigos y mi hermano, reescribí. Ya llegaba abril, estábamos en Carlos Paz haciendo cuarentena, y Agos Manzone ya me había mandado las ilustraciones que le encargué. Sentí que mi visión estaba completa, que Barquitos de Papel era ese libro que tanto había esperado, el que había vaticinado mi tía. Lo sentí nacer. Y como todo recién nacido en la era de la inmediatez digital, lo largué al mundo.
Vos pegá que me la aguanto
No fueron tantos los que lo leyeron: mi cuenta quedó en 63 personas. Estuvo a la venta durante poco más de un mes, en formato digital. De esas 63 personas, recibí 34 mensajes hermosos (sin contar los de mis familiares: mi tía profética tiró varios yo sabía) de gente a la que el libro les encantó. Yo esperaba ansioso el primero bardeo, el primer comentario negativo. Pero no llegaba.
Ni llegó. En junio, ya en Córdoba, encuarenteneado en la casa de mis suegros, hablé con Maricel, la hermana de mi amigo German, que es escritora. Ella me pasó el contacto de Javier, editor, profesor, un groso de la literatura, de Córdoba. Javier labura de muchas cosas, entre ellas es editor en una editorial independiente de Córdoba.
Le presenté el libro junto con mis proyectos (blog, podcast, etc.). Aceptó el reto y arrancamos a laburar. No sabía qué esperar. Todo, pero todo lo que estaba haciendo, era nuevo para mí. Lo único que le pedí fue que no se preocupara por mi ego: yo lo que quería era contar una historia lo mejor posible, no sentirme bien conmigo mismo.
Terminar de escribir un libro
Javier me defenestró. Bueno, exagero para abrir el párrafo. Pero su primer análisis del libro fue una cachetada que me puso los pies bien agarrados a la tierra. Empezando por el título, me hizo ver que había fallas en la historia, en el registro, en el lenguaje, en el tiempo. Hasta en la extensión: me dijo que esta historia tenía que ser más corta. Que no tenga miedo, que deje ir todo lo que se pueda dejar ir.
Hablamos durante varias horas. Aprendí más en esas horas de Zoom con él que en los dos cursos que había hecho y la cantidad de manuales que había leído sobre escribir. Corté la videollamada, abrí el Word, y me senté a escribir. De nuevo.
Y escribí: en cuarentena, sin nada que me detenga, escribí. Escribí hasta por los codos. Escribí a cualquier hora, en cualquier lado. Caminando por la calle escribía en el teléfono, sentado en el patio escribía en mi cuaderno, en el río me anotaba ideas en la mano. Escribí a la madrugada, durante una película, en medio de una cena. Escribí y escribí y para cuando volví a sentir que estaba listo, que no me quedaba una letra por tipear ni coma por correr, volví a compilar los capítulos. Le había prometido a Javier recortar al menos diez mil palabras del libro: el resultado de esos dos meses de escritura daba diez mil palabras más que antes.
Pero estaba listo. Lo sentía en los huesos. Lo sentía más que antes. Así que se lo mande. Le dije no me odies Javier, pero me pasé un poquito en la extensión. Y se lo mandé. Durante tres semanas no supe nada de él.
Otro libro
—¡Otro libro! Muy bueno. Tenemos que hablar —me escribió un día.
Hablamos. Ahora sí, me dijo. Este es tu libro. Hablamos de nuevo un par de horas, analizamos lo que seguía. Todavía había que recortar. Negociamos como dos viejas en un mercado asiático: él quería que recorte 30 páginas, yo 10, quedamos en 20.
—Pero recorta esas 20, ¿eh?
—Voy a recortar esas 20 páginas, sí o sí.
Y me puse a leer. Y leí y recorté. Todo lo sobrante, todo lo superfluo, lo repetido, lo innecesario, lo saqué. Lo corté al hueso para que al leerlo pegue así, al hueso. Cuando recorte la página número 20 se lo volví a mandar. Le gustó. Ahora sí, me dijo. Terminaste. Escribiste un libro.




Hola tía
Lo demás son cuestiones técnicas: corrección orto-tipográfica, diseño de portada, elección de un nuevo título (lo hicimos mediante brainstorming), contrato, librerías, etc. Lo leí todavía varias veces más. Celeste lo leyó como seis veces en total, mínimo. Pero ya no cambié casi nada. El libro estaba escrito. El libro está escrito. Ya está. Terminé.
El miércoles pasado lo mandamos a imprenta. Ya está fuera de mi poder. Ahora le pertenece al universo, a los lectores, a los criticones, a los viajeros. Mi sueño, ahora, es encontrarlo en algún hostel. Ya sé, los voy a ir dejando yo por donde vaya.
Hola, tía. Sé que estás leyendo esto. Aprovecho para decirte: tenías razón. Un día iba a escribir un libro. Si se te ocurre el número que va a salir en el Quini, me llamas.